El sueño del agua

13 Oct

Todavía con los pies sobre la nieve, clavo en el hielo el piolet que,  con determinación, agarra mi mano derecha.  Sólo necesito unas décimas de segundo para cerciorarme de que la hoja ha entrado lo suficiente en el consistente hielo con lo que paso a clavar el piolet de mi mano izquierda. Es cuestión de oído. Soy un músico afinando su instrumento de cuerda. No necesito largos razonamientos para saber que la tercera cuerda al aire suena a Sol. Simplemente lo sé, los piolets han agarrado bien. Sin tiempo a que mi corazón componga una tríada de latidos imito la maniobra con los pies, esta vez clavando los crampones a patadas, mientras mis ojos se encargan de orientar y a la par que,  una vez más, mis oídos se atarean en juzgar. Todo  va bien. Las notas que componen la partitura, al interpretarlas en su justa precisión, van armonizando la melodía que acompaña a esta danza de cristal. Nada más existe.

Mientras mi respiración se une a este concierto que la naturaleza me permite interpretar en una de sus lágrimas congeladas, sigo escalando sin ver más allá de lo que alcanzan mis piolets y mis crampones. Durante esos instantes pienso que un ciego con buen oído podría escalar cascadas de hielo.

Cuando llego a la reunión en la que mi compañero ha estado asegurándome, éste me pregunta: ¿qué tal? Mi respuesta, un escueto “bien”, ha sido un paso en falso en mi vuelta a la realidad. No tardo en asegurar el siguiente paso con un “muy bien”, que me asegura que mi cabo de anclaje está bien chapado a la reunión y que la música ahora le toca escucharla a él, mientras yo, debo permanecer en este pedazo de empirismos, donde la razón toma el timón de cualquier decisión, para velar por la seguridad del que ahora va a interpretar su propia partitura.

Hace un hermoso día. El sol pinta las laderas que tenemos a nuestras espaldas. Apenas sopla viento, la temperatura permite trabajar en la reunión sin guantes.

Casi en paralelo a nuestra reunión, un francés, al igual que yo, asegura al primero de la cordada mientras silba una melodía . Nos miramos y sonreímos. En ese momento siento que la vida cobra su mayor sentido. Que he visto el brillo que desprende la felicidad en esa mirada. Que la frontera entre lo real y lo irreal, entre la vida y la nada, se difumina ante el rotundo poder de la pureza, de la verdad.

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